P. Carlos Nielsen, MC
Con estas palabras, el libro de la Imitación de Cristo, nos revela un gran medio, eficaz y concreto, para conseguir la santidad. La virtud de la paciencia es una de las que más nos cuesta adquirir, pero a su vez, de las que más nos puede santificar y que podemos ejercitar en todo momento.
A diario nos encontramos con situaciones que debemos sobrellevar con paciencia y donde los demás nos deben soportar a nosotros también. Basta ponernos a ver y reflexionar unos instantes sobre lo que mueve nuestro corazón, lo inquieta o lo que nos disgusta y nos vuelve quejosos: desde pequeñas impaciencias a causa del mal tiempo, de los problemas laborales, cosas que salen de un modo diferente del que teníamos planeado, problemas de salud, complicaciones en la educación de los hijos o incluso, en la vida espiritual, las arideces y momentos de desolación que nuestra alma puede atravesar, etc., todo nos puede llevar a mostrarnos impacientes, sea en nuestro interior o exteriormente con los demás.
Por lo tanto, como podemos ejercitarnos en esta virtud de la paciencia prácticamente en cada hora nuestro día, conviene que la conozcamos más, que la busquemos con grande ánimo, para poder transformar cada ocasión de impaciencia en un acto meritorio de amor a Dios y así, avanzar en nuestra vida interior.
Ante todo, hay que decir que todos podemos ejercitarnos en esta virtud, y que, como dice el libro de los Proverbios (16, 32) “El paciente vale más que el fuerte”, o sea, quien sufre con paciencia, supera la mera fuerza corporal. Nuestra vida en la tierra es lugar de méritos y por tanto no es lugar de reposo continuo, sino de trabajo y búsqueda de la virtud; porque los méritos no se obtienen con el reposo, sino con el sufrir, aprendiendo a imitar las virtudes de Nuestro Señor, y por eso los santos, como San Alfonso, aseguran que “todo nuestro bien está en el sufrir con paciencia las cruces diarias”.
Frecuentemente puede sucedernos que, por huir de la cruz, del trabajo o de la lucha que el Señor nos envía, nos encontramos con una mayor. Y lo que por un acto de paciencia hubiésemos podido llevar hasta el cielo como una ofrenda agradable, se nos hace insoportable. Dice Job: Los que se apartan de la escarcha, quedarán cubiertos por la nieve (6, 16).
Por eso, es importante que entendamos bien que cuando el Señor nos da cosas que nos molestan o que nos hacen sufrir, actúa como médico, y la tribulación que nos envía es remedio para nuestra salud. Por lo cual hemos de dar gracias a Dios cuando nos prueba con la impaciencia, porque es signo de su amor y que nos recibe y educa como hijos. “El Señor corrige a quien ama” dice el libro de los Proverbios. Y agrega San Agustín: “¿Eres consolado? Reconoce el Padre que os acaricia. ¿Eres atribulado? Reconoce el Padre que os corrige”.
Debemos convencernos que Dios no nos manda las cruces, dificultades, etc., para vernos perdidos, sino para vernos salvados. Dice San Bernardo: “Entonces, mayormente se enoja Dios, cuando no se enoja con el pecador y no lo corrige”. Por tanto, cuando somos visitados por el Señor con alguna enfermedad, dolor o persecución, ejercitémonos en la paciencia, aprovechemos para humillar nuestro amor propio desordenado y digamos con el buen ladrón: “Recibimos digna pena por nuestras acciones” (Lc 23, 41).
Por último, mientras sufrimos debemos consolarnos con la esperanza de la Vida Eterna. Para ganar el Cielo toda fatiga es poca. Dijo el Apóstol: “Los sufrimientos del tiempo presente no pueden compararse con la gloria futura que se revelará en nosotros” (Rm 8, 18). Sería poco el sufrir todas las penas de esta tierra, para gozar un solo momento del Cielo. Entonces, no debemos entristecernos sino consolarnos en el espíritu, cuando Dios nos manda pruebas en esta tierra, aprendamos a transformar impaciencias en incienso de virtudes, que suben llenos de aromas a la presencia de Dios.
Las virtudes, como la paciencia, que son las fuentes de los méritos, se ejercitan y adquieren con la repetición de actos: quien tiene más ocasiones para ejercitarse, hará más actos de paciencia y llegará a una virtud más elevada y perfecta. Por eso dice el Apóstol Santiago: Bienaventurado quien sufre los trabajos con paz, porque después que será así probado, recibirá la corona de la vida eterna. (Sgo 1, 12).