P. Luis María Recúpero, MC
Espontáneamente respondemos: “es lo que hace que, si morimos, vayamos al Cielo”. Tal vez alguno llegue un poco más allá: “es estar en paz con Dios”, “es estar sin pecado”. Ciertamente es así: la paz es un fruto de la gracia, la gracia nos abre las puertas del Cielo.
Pero en estas respuestas nos quedamos sin entrar todavía en este misterio tan grande y tan consolador… qué es la gracia, qué significa poseerla. A cuántos nos diría Cristo como a la samaritana: ¡Si conocieras el don de Dios! La gracia es algo tan maravilloso y divino que forma parte de esas cosas que vamos a terminar de entender recién en el Cielo, como también la terrible desdicha de perderla; y el mismo Cielo no va a ser otra cosa que la realización de lo que ya tenemos ahora en germen por la gracia. El Cielo no es algo diferente que vamos a recibir después como premio por llegar en gracia, es esa misma gracia que entonces, ya sin impedimentos, va a desenvolver todas sus posibilidades.
Estar en gracia es haber vivido una regeneración que transforma hasta lo más íntimo nuestra naturaleza humana y sus facultades, obrando una verdadera deificación que hace del hombre un dios… ¡un tesoro para meditar y, apreciándolo como el más grande de los dones recibidos de Dios, buscarlo, conservarlo, acrecentarlo!
La gracia es una realidad sobrenatural, que está por encima de toda naturaleza que Dios haya creado o que pudiera crear, la pone Dios en el corazón. No puede verse ni tocarse, pero es tan real, que la más pequeña participación de la gracia santificante vale infinitamente más que la creación universal entera, con todos los ángeles incluidos.
¿Qué es? Es algo que no puede ser creado, Dios mismo, que ahora está en nosotros como parte de lo que somos. Es una participación de la naturaleza de Dios. Tanto, que nos hace con toda verdad hijos de Dios: para ser padre es necesario transmitir a otro la propia naturaleza. El escultor que esculpe una estatua no es el padre de la estatua, es su artífice. Padre es el que ha transmitido a otro su propia naturaleza.
Nos hacemos hijos de Dios cuando, por la gracia, Dios nos hace de los suyos, poniendo en nuestras venas su sangre divina, y empezamos a ser sangre de su sangre. Toda una realidad que toma posesión de nosotros el día del Bautismo, divinizándonos, y que está llamada a crecer.
¿Dónde está la gracia? En la esencia del alma. ¿Y cómo está? Como una cualidad.
Veamos: después del Bautismo no dejamos de ser seres humanos. No hay una transustanciación, como con el pan eucarístico que deja de ser pan. Y, entonces, ¿qué es esta divinización en nosotros que llamamos gracia? Es una cualidad nueva que adquirimos.
¿Qué es una cualidad? Algo que perfecciona una cosa. La puntualidad es una cualidad que perfecciona mi voluntad (cualifica mi voluntad), y me hace tener una voluntad capaz de llegar a horario a mis obligaciones. Bueno, la gracia es una cualidad, que cualifica, eleva, lo más íntimo nuestro, la esencia misma de lo que somos. Es una cualidad que pone Dios en la esencia del alma, elevando la esencia misma de lo que somos.
Si la esencia es ese fondo íntimo que nos hace ser hombres y se derrama sobre todo nuestro ser (haciendo que nuestras manos sean manos humanas; nuestros ojos, ojos humanos), ahora ese fondo está tocado por lo divino y diviniza todo nuestro ser.
No es un panteísmo, no somos dioses como lo es Dios, sino participamos de su divinidad. Los Santos Padres usan la imagen de un hierro en un horno de fuego: el hierro no pierde su naturaleza de hierro, pero ahora tiene las propiedades del fuego: está al rojo vivo, incandescente, blando, que es lo propio de la naturaleza del fuego. El hierro somos nosotros, el fuego es Dios. El fuego vive en ese hierro al rojo vivo: Dios vive y palpita, inhabita, en el corazón en gracia. Un hombre en gracia es un hierro al rojo vivo.
¡Incomparable dignidad del cristiano, hijo de Dios, hermano de Jesucristo y templo vivo de la Trinidad, que vive en tantos corazones sin que ellos lo adviertan ni le hagan caso! ¡Y eso es la gracia! ¡Si comprendiéramos cuánto importa cultivarla y cuidarla, caerían las preocupaciones del mundo y nos entregaríamos al cultivo de este tesoro divino, que a veces llevamos enterrado en el corazón sin dejarlo fructificar!
Llevamos dentro, en lo más íntimo de lo que somos, a Dios viviendo, latiendo, participándosenos, y no nos damos cuenta. Por eso, al empezar a rezar, nos enseña San Ignacio a hacer un ejercicio de presencia de Dios: entrar en el corazón, buscar y encontrar dentro nuestro al Dios que inhabita, avivar ese fuego, y en este fervor divino en el que Dios quiere estar en nosotros, disponernos a hablarle en oración.
Es lo que San Agustín descubrió un día:
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva,
tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera,
y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era,
me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste.
Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que,
si no estuviesen en ti, no existirían.
Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera;
brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera;
exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo;
gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti;
me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti.
La gracia constituye la vida íntima de la Iglesia, su verdadero palpitar, su santidad y la de sus hijos. Todo el desenvolvimiento exterior: la extensión territorial; los dogmas que fueron explicitando el contenido de la Revelación a lo largo de los siglos; el desarrollo mismo de la Liturgia, que es su oración oficial y ejercicio del sacerdocio de Cristo, todo eso, no es más que la manifestación externa de esta vida íntima, la de la gracia. En la gracia está lo fundamental y lo más importante de todo. Así, el progreso exterior—orgánico o doctrinal, disciplinar o litúrgico-, manifiesta un progreso interior, una vida que crece; y ahí está lo esencial y fundamental, del que dependen y al que se ordenan todas las demás cosas de nuestra vida, tanto que sin la gracia todas estas cosas serían vanas; la gracia es la íntima vida de la Iglesia y del cristiano miembro suyo, causa final y motora de todos sus desarrollos externos e internos.
¡Si conociéramos el don de Dios!