P. Claudio M. Lombardo, MC
Existe un “deporte” bastante extraño que cada tanto estamos tentados de practicar que consiste en compararnos con otros, sea en cosas humanas o espirituales.
Si lo hemos hecho, seguramente ya hemos comprobado cuan inútil es. El origen de esta actitud suele estar enraizado en inseguridad o en soberbia. Es fácil de deducir que de estas fuentes nada bueno puede salir.
Normalmente, las comparaciones generan un fruto amargo: si salgo perdiendo y noto que soy inferior, el fruto será el desaliento y la tristeza; y si salgo ganando, y me siento superior, caeré fácilmente en presunción, vanagloria o soberbia ¿Para qué comenzar algo de lo cual seguramente no obtendré nada positivo?
Las palabras de Cristo en Juan 21, 20-22, pueden darnos algo de luz para nuestra reflexión.
Pedro, volviéndose, vio que lo seguía el discípulo al que Jesús amaba, el mismo que durante la Cena se había reclinado sobre Jesús y le había preguntado: «Señor, ¿quién es el que te va a entregar?». Cuando Pedro lo vio, preguntó a Jesús: «Señor, ¿y qué será de este?». Jesús le respondió: «Si yo quiero que él quede hasta mi venida, ¿qué te importa? Tú sígueme».
Acá tenemos la respuesta de Cristo cuando empezamos a pensar demasiado en los otros: ¿qué te importa? Debemos focalizarnos en nuestra relación con Dios, en nuestras virtudes, en nuestras luchas. ¡Y listo! No perdamos el tiempo en competencias, incluso si es por la santidad.
Ciertamente que existen algunos casos en los cuales será fructífero observar a los otros. Si contemplamos la vida de los santos, por ejemplo, y al compararnos con ellos sentimos el incentivo y el coraje de crecer en virtudes, de ser más generosos con Dios, entonces tendremos claro que eso proviene del Espíritu Santo. Lo mismo cuando notamos, casi sin buscarlo, que tenemos más dones que otra persona. Si entonces sentimos gratitud, también será una señal de inspiración divina. La regla general consiste en prestar atención a los frutos, a lo que sentimos luego de compararnos con otros. Tratemos de ver de qué espíritu proviene el movimiento de nuestro corazón, y sigámoslo solamente cuando sepamos que proviene de Dios.
Evitemos, entonces, las comparaciones y competencias inútiles y concentremos nuestras fuerzas en seguir al Señor. “¿Qué te importa? Tu sígueme”.