P. Gonzalo Viaña, MC
La pregunta incómoda
¿Querés ser santo?… No contestes tan rápido… Pensá lo que eso implica. Ésta pregunta se la hice a muchísima gente y tuve todo tipo de respuestas, algunas graciosas, desde caras de terror como si le hubiese anunciado la muerte, hasta niños que, con alegre ingenuidad, contestaban: ¡Claro Padre, todo el mundo quiere ser santo!
Esto lleva a la pregunta obligada: ¿Qué es ser santo? A los más chicos les respondo que es ser amigos de Jesús y de la Virgen, y hacer lo que a ellos les gusta y evitar lo que les disgusta: o sea, rezar mucho, ser bueno con todos y ser obedientes y no pelear. Para los grandes, quizás nos venga bien la misma respuesta.
Pero los santos, que no sólo teorizaron, si no que caminaron todo el camino la definen de muchas formas distintas: Es la conformidad, o mejor, uniformidad con la Voluntad de Dios (S. Alfonso M. de Ligorio). Es la unión de la voluntad humana con la divina, cumplir en todo su santa voluntad. Es la fusión de amor con Dios. Es amar a Dios sobre todas las cosas y a Dios en el prójimo. Es la condición de simplicidad que nos costará no menos que todo (T. S. Eliott). “La santidad consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, y confiados -aun con nuestro cuerpo- en su bondad paternal” dice Sta. Teresita de Lesieux.
Cristificarte
Es cristificarse (Royo Marín). Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida; y la santidad es transformarme en Él. No sólo conociendo e imitando sus virtudes (Cristo no es sólo un buen maestro moral como pretendía Pelagio), si no uniéndome a Él a través de la gracia. Y la gracia es precisamente eso: participación en la vida divina. No es sólo un ayuda externa (error luterano), sino algo que me re- crea, me transforma, no sólo limpiándome de mi pecado y miseria, si no haciéndome uno con Dios, otro Cristo. Entonces tiene razón también S. Pablo al presentar la santidad como ser otro Cristo: “Ya no soy yo quien vive, si no Cristo que vive en mí”.
La santidad es lo que el Espíritu Santo hace en mí cada día, completando la obra de redención de Cristo. Y como la gracia viene a través de la oración y los sacramentos, no hay santidad sin mucha oración diaria y sin recibir frecuentemente los sacramentos (Comunión –que se puede recibir todos los días, ¿por qué no?- y Confesión). La santidad está en el ser, más que en el hacer. Gran ejemplo de esto es S. José, el santo más grande después de la Virgen; que no hizo “grandes cosas ante los ojos de los hombres”. Pero fue santificado por Dios y lleno de todos los atributos que necesitaba para la gran misión que Dios le dio: ser el Padre adoptivo de Jesús-Dios. “No consiste en realizar acciones extraordinarias, sino en unirse a Cristo, en vivir sus misterios”, decía el Papa Benedicto XVI.
Ahora, es cierto que no debo caer en el “quietismo”: tirarme en un sillón mientras el Espíritu Santo hace su trabajo en mí, como si yo fuese un celular cargándose… Debo corresponder a sus inspiraciones, debo dejar a Dios que me vaya moviendo a obrar, y… obrar. Ahí es donde sí entran las buenas acciones que debo hacer cada día, que al repetirlas se hacen virtudes (buenos hábitos). Y ahí es donde Dios nos quiere santos, haciendo quizás cosas distintas cada uno, practicando las virtudes de formas diferentes, cumpliendo esa misión bien particular que Dios tiene para cada uno de nosotros. Entonces sí, la santidad es la mejor versión de uno mismo (M. Kelley), cumplir el sueño que Dios tiene para mí desde la eternidad; que es mejor que el mejor de mis proyectos y sueños, y que tantas veces sólo descubro cuando todos mis planes han fallado.
Obra maestra de la gracia
Nuestra santa Madre la Virgen María es la obra maestra de Dios, el ejemplo más perfecto de santidad, el gran modelo a imitar como imitadora de Cristo. Es “la Esclava del Señor”, abrazando en todo su santísima voluntad, y no queriendo otra cosa si no lo que Dios quiere. Es quien más ha amado jamás a Dios, y a su Verbo hecho Hombre. La fusión entre el Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María, es algo que sólo podemos llegar a entender superficialmente. Nadie imitó a Cristo en sus disposiciones y en sus virtudes como lo hizo la Virgen, su primera y mejor discípula. Y después de Cristo nadie amó jamás a cada uno de nosotros como nos ama María.
¡Qué bien lo dice San Bernado!: en María, todo es divino, excepto Ella. Y al contemplar tanta perfección, tanta santidad en Ella, es entendible la confusión de los protestantes que nos acusan de adorarla. No la adoramos, la honramos, como Cristo mismo lo hizo, y quiere que lo hagamos nosotros; y también en eso queremos imitarlo, en su amor por nuestra Madre. La palabra hebrea para honrar, kabodah, literalmente significa glorificar. Así que Cristo no sólo honró a su Padre Celestial, sino que también honró perfectamente a su madre terrenal, María, otorgándole su propia gloria divina (Scott Hahn).
Quiero querer
La Virgen no es sólo el mejor modelo de santidad después de Cristo, es también la medianera de toda gracia, la llena de gracia. Entonces no es una opción más. La gracia de mi santidad sólo puede venir a través de Ella. Y Ella más que yo, quiere que yo sea santo; simplemente porque me ama más de lo que jamás pueda llegar a amarme a mí mismo. Pedid y se os dará. Pero pidamos a través de María, que si por su intercesión Cristo hizo del agua el mejor vino, también puede hacer de nosotros pecadores, grandes santos! Está esperando que se lo pidás. Que se lo pidás mucho. Incluso, si aún no tenés esa sed de santidad, pedísela también. ¡Madre, dame querer ser santo!
Molde único
Más aún. Si ser santo es ser otro Cristo, sólo hay un molde perfecto para hacer imitaciones, el molde original. Cristo tuvo sólo una Madre, y sólo a través de Ella podemos ser otros Cristos. Por más esfuerzo y golpes de martillo y cincel que se den, nunca una estatua saldrá tan igual a la original, que cuando se usa el mismo molde –S. Luis María Montfort- . Dejemos que Ella funda todo lo que hay de deforme en nosotros y se queme la inmundicia; y que de aquel fuego del Espíritu y el molde de María, pueda salir otro Cristo, para gloria de Dios y bien de todo el mundo.