P. Walter Vadala, MC
Hace pocas horas, la Penitenciaría apostólica acaba de hacer público un decreto relativo a la concesión de indulgencias especiales a los fieles en la actual situación de pandemia por coronavirus. Queremos resaltar especialmente algunos párrafos de dicho decreto:
… esta Penitenciaría Apostólica, ex auctoritate Summi Pontificis… concede el don de las Indulgencias de acuerdo con la siguiente disposición.
Se concede la Indulgencia plenaria a los fieles enfermos de Coronavirus, sujetos a cuarentena por orden de la autoridad sanitaria en los hospitales o en sus propias casas si, con espíritu desprendido de cualquier pecado, se unen espiritualmente a través de los medios de comunicación a la celebración de la Santa Misa, al rezo del Santo Rosario, a la práctica piadosa del Vía Crucis u otras formas de devoción, o si al menos rezan el Credo, el Padrenuestro y una piadosa invocación a la Santísima Virgen María, ofreciendo esta prueba con espíritu de fe en Dios y de caridad hacia los hermanos, con la voluntad de cumplir las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración según las intenciones del Santo Padre), apenas les sea posible.
Los agentes sanitarios, los familiares y todos aquellos que, siguiendo el ejemplo del Buen Samaritano, exponiéndose al riesgo de contagio, cuidan de los enfermos de Coronavirus según las palabras del divino Redentor: “Nadie tiene mayor amor que éste: dar la vida por sus amigos” (Jn 15,13), obtendrán el mismo don de la Indulgencia Plenaria en las mismas condiciones.
Esta Penitenciaría Apostólica, además, concede de buen grado, en las mismas condiciones, la Indulgencia Plenaria con ocasión de la actual epidemia mundial, también a aquellos fieles que ofrezcan la visita al Santísimo Sacramento, o la Adoración Eucarística, o la lectura de la Sagrada Escritura durante al menos media hora, o el rezo del Santo Rosario, o el ejercicio piadoso del Vía Crucis, o el rezo de la corona de la Divina Misericordia, para implorar a Dios Todopoderoso el fin de la epidemia, el alivio de los afligidos y la salvación eterna de los que el Señor ha llamado a sí.
La Iglesia reza por los que estén imposibilitados de recibir el sacramento de la Unción de los enfermos y el Viático, encomendando a todos y cada uno de ellos a la Divina Misericordia en virtud de la comunión de los santos y concede a los fieles la Indulgencia plenaria en punto de muerte siempre que estén debidamente dispuestos y hayan rezado durante su vida algunas oraciones (en este caso la Iglesia suple a las tres condiciones habituales requeridas). Para obtener esta indulgencia se recomienda el uso del crucifijo o de la cruz.
Vemos como la Iglesia, Madre de todos los bautizados y al mismo tiempo, “experta en humanidad” –según enseñaba el Santo Padre Pablo VI–, del mismo modo que en siglos pasados, está muy presente también en estos momentos de angustia física, moral y espiritual para la humanidad.
Los actuales son momentos, en que, a todos los hombres sin excepción, nos toca enfrentar de un modo u otro este nuevo y desconocido flagelo que, bajo la forma de un diminuto e invisible virus, tiene en vilo a la entera raza humana.
Por ser nuevo, precisamente, los humanos no tenemos ni anticuerpos naturales (como sucede con las demás gripes), ni dispondremos de una vacuna ni de antivirales efectivos en el corto y mediano plazo, dado que los entendidos calculan que llegarán en aprox. un año.
Un virus nuevo que nos desconcierta y nos intranquiliza, individualmente y como sociedad, contra el cual, hasta ahora, el modo más efectivo de enfrentarlo es recurriendo a las viejas cuarentenas que fueron empleadas, en los distintos pueblos, desde tiempos inmemoriales.
Viejas y efectivas cuarentenas que están emparentadas, por la etimología de la palabra, con nuestra cuaresma cristiana, ese periodo único del año cristiano que, -no sin misterio e intervención de la Providencia- estamos estos días viviendo los cristianos.
Desde el punto de vista científico, económico, sanitario, sociocultural… sin duda al hombre lo “intranquiliza y angustia” el coronavirus porque “ve y percibe” que es una realidad que está más allá de su alcance controlar, contener y extinguir…
Por eso la Iglesia, una vez más, como en tantas epidemias de siglos anteriores, pone delante de la mirada de todos sus hijos el sufrimiento y el dolor humanos para que sean mirados desde el misterio salvífico de la Redención de Cristo.
El paso del virus está acompañado de enfermedad, sufrimiento y en los casos más graves y penosos –ancianos en su mayoría– de la misma muerte, desenlace último de la existencia terrena de cada ser humano, tras de la cual se abre la oscuridad de un final definitivo y sin sentido… o el comienzo de una vida transformada, plena y sin ocaso…
Para los que somos creyentes tanto el sufrimiento como la muerte deben ser vistos a la luz de la Obra Redentora de Cristo. El Decreto arriba citado nos los recuerda claramente: Como indicaba San Juan Pablo II, el valor del sufrimiento humano es doble: ” Sobrenatural y a la vez humano. Es sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo, y es también profundamente humano, porque en él el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión.“[1]
Entre las riquezas inapreciables que Cristo confió a su Iglesia, las indulgencias se cuentan entre las más valiosas, porque se dirigen directamente a la salvación eterna de las almas. En esta oportunidad vemos que la Iglesia no quiere dejar exceptuados a ninguno de sus hijos de semejantes joyas.
La Iglesia abre este cofre de tesoros espirituales y lo deja al alcance de los enfermos; de los que los atienden cuidan y sanan directamente; de los que están sanos y velan espiritualmente por unos y otros y también por aquellos que, agotados los medios puramente humanos, se preparan para partir de este mundo, al encuentro de Cristo, Quién, en última instancia, le da sentido a la aparición de este virus, al sufrimiento y muerte que provoca y al cual, tarde o temprano, aniquilará con el aliento de su boca.. lo cual ya se ha hecho realidad en todos aquellos que encontró dignos de la vida eterna.
En fin, para terminar, el valor pedagógico y catequético de las indulgencias es muy grande, y va mucho más allá del mero número de contagiados, enfermos graves o muertes previstas. En efecto, ellas, en este tiempo cuaresmal, nos hacen vivir la importancia de la caridad cristiana, nos recuerdan lo imperioso de practicar las obras de misericordia espirituales y corporales que están, de un modo u otro, al alcance de TODOS; en la importancia de trabajar por la salvación eterna del prójimo.
Sin duda, las indulgencias nos ayudan grandemente a contemplar el dolor de Cristo en su Pasión y en el hermano sufriente y cercano, a meditar en el misterio de la muerte, que incluye la nuestra propia… que será la antesala de la sanación definitiva, obrada por las llagas de Cristo sobre el virus derrotado del pecado.
[1] Carta Apostólica Salvifici Doloris, 31. Citado por el Decreto de la Penitenciaría Apostólica.