Fr. Martin Latiff, MC

Cada día, cada mes, y cada año nos traen nuevas oportunidades para agradecer, bendecir y dar gloria a Dios por las muchas bendiciones que Él derrama sobre nosotros.

Entre los innumerables beneficios que hemos recibido podemos recordar los dones de nuestra vida y de nuestra salud, de nuestra familia y de nuestros amigos, de nuestros talentos y habilidades, de nuestra educación y oportunidades de trabajo.  Podemos también reflexionar sobre el don de la gracia, que nos fue dada a través del bautismo, por el cual Dios nuestro Padre nos hizo amados hijos suyos. Podemos pensar en el don de la Eucaristía, por la cual Jesús generosamente se entrega a nosotros en cuerpo, sangre, alma y divinidad.  Cada bendición que recibimos es una nueva expresión del cuidado providencial que Dios tiene de nosotros.

Cuanto más a menudo recordamos estos beneficios, más conscientes nos volvemos del amor constante de Dios hacia nosotros.  En otras palabras, cuanto mayor es nuestra conciencia de Sus continuos favores hacia nosotros, más conscientes nos volvemos de su constante amor. Experimentar el amor de Dios hacia nosotros llena nuestros corazones de alegría y, a su vez, nos sentimos cada vez más movidos a profundizar nuestro amor por Dios y por los demás. De ese modo, la gratitud se convierte en una forma poderosa de ser más alegre, desinteresado y caritativo.

Al levantarnos cada día podemos dar gracias a Dios por un nuevo día de vida y por los innumerables beneficios con los que nos bendice.  Al transcurrir cada mañana y tarde, podemos cada tanto elevar por unos momentos nuestros corazones agradecidos a Jesucristo, ofreciéndole gloria y alabanza. Al concluir cada jornada, podemos reflexionar sobre las bendiciones que hemos recibido ese día y agradecer a Dios por ellas.

Que María Santísima, nuestra Madre, cuyo corazón estuvo siempre lleno de gratitud y alabanza a Dios, nos obtenga la gracia de vivir vidas de mayor gratitud, de mayor alegría, y de un amor más profundo.

“Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios.” (Salmo 103:2).