P. Sebastián Menéndez, MC
La confianza en Dios tiene como base firme las enseñanzas y principios de la doctrina católica en nuestra vida espiritual. Siempre nos hará bien profundizar en ellas en nuestra reflexión con el fin de convencernos aun más de estas enseñanzas y de ese modo permitirles que se tornen en luminosos criterios para nuestro obrar:
- Dios es nuestro Padre. Comprender que Dios no es sólo quien nos creó, sino que Él es nuestro Padre, a quien Nuestro Señor Jesucristo nos ha instado a llamarlo Abbá, con ese término arameo que era la expresión familiar y cariñosa para designar al padre de la familia. Gozamos de la “filiación adoptiva” (cf. Rm 8,15), somos “hijos en el Hijo”. Ante esto, ¿cómo pensar que un Dios que es Padre a la vez que Omnipotente no buscará por todos los medios nuestro mayor bien? Por eso siempre la actitud más noble y apropiada que se desprende de esta verdad es “abandonarnos” en Dios. Abandono que no es quietismo, sino que nos impele a la acción vigorosa y eficaz. A la vez que ponemos todos los medios para santificarnos, confiamos en su gracia que nos socorrerá y auxiliará. El equilibrio de la espiritualidad ignaciana nos ofrece esa delicada armonía: “Confía en Dios como si todo dependiese de Él y nada de ti, pero al mismo tiempo trabaja como si todo dependiese de ti y nada de Dios” (San Ignacio de Loyola).
- Ante Dios somos únicos e irrepetibles. No hemos sido creados “en serie” como anónimos e impersonales frutos de una obra creadora que con mecánica regularidad fue poniendo seres humanos sin rostro en el mundo. Nuestra llamada a la existencia es fruto de una elección personal, de un acto de amor personalizado por el cual Dios nos conoce con toda nuestra individualidad. Esa “identidad” propia es una llamada a descubrir también la misión que Dios ha querido para cada uno de nosotros, es decir, conocer la vocación propia, camino de realización y de entrega a los demás. Hallar para qué me quiere Dios aquí en la tierra es una de las mayores felicidades que podemos tener aquí en nuestro existir terreno, que sin duda debe ser correspondido con la fidelidad de toda una vida.
- Dios nos ha dado talentos para cultivar. La parábola de los talentos (Cf. Mt 25,14-30) se dirige en su enseñanza a todos los hombres. Todos hemos recibido un talento o capacidad a desarrollar como un tributo al Creador y en bien de los demás. Convencernos de esta verdad nos impulsará a discernir confiadamente cuáles son esas potencialidades que estamos llamados a cultivar de modo serio, perseverante y esperanzado.
- Dios busca un diálogo personal con cada uno en la oración. La oración cristiana es un diálogo. Es abrirse a Dios que nos habla y nos escucha. Comprender bien la naturaleza de la oración cristiana nos brinda una base firme para ir creciendo en esa intimidad con Él. La oración además nos permite llegar a ámbitos paradójicos: Aun en las derrotas o debilidades la confianza debe distinguirnos. Cuando todo el panorama que tengamos frente sea desolador es cuando más debe brillar nuestra Confianza en Dios. En tal momento la confianza es inmensamente meritoria. La esperanza sobrenatural se asienta sobre las ruinas de las esperanzas humanas.
- Jesucristo ha vencido. Al final, la victoria será de quien permanezca fiel a Dios. La victoria final de Nuestro Señor y del Inmaculado Corazón de María es una verdad de fe más que luminosa que nos sostiene enérgicos y entusiastas en la batalla por hacer que Cristo reine. Es nuestra mayor fuente de confianza y aliento. Dios no contará nuestras victorias, sino nuestras cicatrices y nuestra perseverancia en habernos levantado siempre para volver una y otra vez a ocupar nuestro lugar en el campo de batalla por la gloria de Dios.
Siempre será verdad: “el que confía en el Señor no será defraudado” (Rm 10,11).