Por P. Claudio M. Lombardo, MC
Puede sucedernos, al menos en ciertos momentos de nuestra vida, que nos resulte difícil perdonar, especialmente si las ofensas fueron particularmente graves. Sin embargo, es fácil de ver cuán beneficioso es para nuestra vida espiritual adquirir esta capacidad de perdonar. Reflexionemos brevemente sobre cinco motivos que nos ayuden a ejercitar la misericordia y el perdón.
Primero: si queremos ser consecuentes, debemos perdonar. Cuando rezamos la oración del Señor, el Padrenuestro, repetimos “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Cuando Cristo enseñó a los apóstoles a rezar quiso recordarnos esta condición básica para recibir perdón: tenemos la obligación de perdonar. No pareciera que el Señor nos estuviera pidiendo algo desproporcionado, ¿verdad?
Segundo: conocemos bien la pregunta de San Pedro “Señor, cuántas veces debo perdonar a mi hermano que peca contra mí…” (Mt. 18, 21). Cristo responde clarísimamente: ¡siempre! Por lo tanto, el Señor quiere que perdonemos. Ésta debería ser una poderosa razón si nos detenemos y meditamos en ella en nuestro corazón. El Hijo de Dios asumió la naturaleza humana y se encarnó para redimirnos pero al mismo tiempo, para dejarnos un ejemplo concreto y visible para seguir. Él perdonó sin límites ni condiciones, incluso en el momento supremo de su muerte. Fue capaz de perdonar a sus verdugos quienes ni siquiera le estaban pidiendo esa gracia. Él es nuestro divino modelo a seguir. Imitemos a Cristo perdonando, incluso cuando sea doloroso hacerlo.
Tercero: cuando alguien nos ofende y nos enojamos, cuando somos víctima de una injusticia o no somos tenidos en cuenta, fácilmente podemos olvidarnos de quiénes somos. En esos momentos, podemos dejar de tener en cuenta que también nosotros somos pecadores, que somos débiles, que tenemos nuestros defectos y que seguramente también hemos ofendido a nuestro prójimo en reiteradas oportunidades. San Agustín dice que lo que otra persona hace, yo también puedo hacerlo. Cuando se nos haga casi imposible perdonar, consideremos que también nosotros hemos estado o podemos estar en la misma situación de la persona que hoy es objeto de nuestra ira y rencor. Ciertamente que esto no cambiará la realidad que estamos atravesando, pero puede ayudar a que suavicemos nuestra reacción y seamos más misericordiosos.
Cuarto: cuando alguien nos ofende sin que medie ninguna culpa de nuestra parte, la maldad permanece fuera de nosotros. No somos responsables. Podemos estar en paz con nuestra conciencia. Ahora, si respondemos a la ofensa con odio, rencor o resentimiento, entonces, en cierta medida, también somos parte del problema. El mal entró también en nuestro corazón y nos ponemos a la misma altura del que nos ofendió. Debemos ser fuertes y resistir la tentación de querer pagar con la misma moneda. Demuestra un alto nivel de virtud y dominio de uno mismo cuando, en medio de la prueba, podemos practicar la caridad. Procuremos nuestra paz interior no permitiendo que la injusticia llegue a nuestro corazón.
Quinto: incluso pensando en nosotros mismos, el perdón es la opción más beneficiosa. El perdón nos lleva a la libertad. Cuando amamos a alguien, esa persona está en nuestra mente durante el día. Su recuerdo nos acompaña y nos alegra. Y cuando odiamos a alguien pasa algo parecido. Nuestra mente se ocupa en la misma manera de los que nos aman como de los que nos han hecho el mal. El resentimiento y el rencor permanecen con nosotros y nos son buena compañía, en absoluto. Pueden llenar nuestra vida de amargura. Qué hermoso sentimiento cuando, con la ayuda de la gracia de Dios, podemos recogernos en nuestro interior y destruir esa oscuridad provocada por las ofensas y pecados de los otros. Qué sentimiento de liberación! Es como deshacernos de un gran peso que hemos llevado cuesta arriba en una escalada.
Perdonar verdaderamente y de corazón no es algo fácil, lo sabemos, pero “Fiel es Dios”, dice San Pablo “y no permitirá que seamos probados más allá de nuestras fuerzas…” (1 Cor 10, 13). Recordemos siempre que lo que es imposible para los hombres no lo es para Dios. Pidamos esa gracia con insistencia y el Señor nos dará la sabiduría y la fuerza para perdonar y así, dejado de lado todo rencor y amargura, recuperar una paz duradera, que sólo Él puede concedernos.