P. Juan de Dios Bertín, MC

Los que poseemos el tesoro de la Fe y de una relación filial con Dios conocemos por experiencia la necesidad que el mundo tiene de Cristo, de su amor, de su misericordia, de su paz. De hecho, nadie sabe eso mejor que Dios mismo, y Él nos ha confiado el apostolado a nosotros, los católicos. Todos nosotros, bautizados, hombres y mujeres. No sólo unos pocos. No sólo aquellos con hábito, sotana o títulos de teología. No sólo aquellos de cuya santidad el mundo habla. Todos nosotros. Y eso te incluye a vos.

Y ya me parece escuchar excusas y objeciones: “¡Pero, no soy lo suficientemente santo!” “No conozco bien mi Fe”. “Yo soy un simple laico”. “No amo a Cristo lo suficiente”. “Sería un hipócrita si intentara hacer apostolado con otros”. Déjame que responda tus excusas y objeciones con un ejemplo.

Hace poco, vi a un niño de cuatro años embestido por un perro. Su hermano, algo mayor que él, no estaba prestando atención cuando lanzó la pelota, y el perro solo miraba la pelota. La pelota voló; el perro corrió y golpeó al niño quien cayó al piso y se largó a llorar. El niño pequeño se sentó, miró a su alrededor, vio a su madre y corrió hacia ella lo más rápido que pudo. Ella lo levantó en sus brazos y dijo: “¿Estás herido o asustado?” Con lágrimas en los ojos, dijo: “Tengo miedo”. Ella lo sostuvo por un momento, y cuando se sintió mejor, volvió al patio a jugar.

¿Era esa madre la madre más santa en el mundo? ¿Había hecho un curso de tres años de cómo educar a sus hijos? No lo sé. Y ciertamente el niño no lo sabía. O mejor, no le importaba. Por supuesto, una mayor santidad la convertiría en una mejor madre, al igual que un crecimiento en santidad y en conocimiento nos haría a todos mejores en nuestro propio trabajo y vocación. Pero si ese niño con miedo tuviera que elegir entre su madre y un santo, habría elegido a su madre. Si tuviera que elegir entre su madre y una mejor madre, habría elegido a su madre. En este caso, era la relación que existía entre ellos lo que importaba.

Apliquemos el ejemplo a nuestro tema. Todos nosotros tenemos la responsabilidad de anunciar el evangelio. ¿Eres ya santo? ¿Conoces lo suficiente tu Fe? Sigue trabajando; sigue creciendo, pero no dejes que tus imperfecciones te detengan en tu apostolado. Piensa en tus hermanos, amigos, colegas, vecinos, clientes, etc.: todos aquellos con los que tengas alguna relación, sea de mistad, o profesional, o familiar. Como cualquiera, ellos también necesitan conocer el salvífico amor de Dios. Pero puede ser que algunos de ellos se sientan intimidados al ver una sotana. Algunos de ellos estarían dispuestos a hablar de sus luchas interiores y sus problemas con un extraño, sin importarles cuán formado o santo sea, pero que les muestra interés. Tal vez no encuentren otra oportunidad de conocer a alguien que les hable de Dios. Te necesitan: necesitan alguien que los conozca y los ame, alguien con quien tengan algún tipo de relación. Te necesitan como el niño pequeño necesitaba a su madre.

Evangelizar a otros cuando tienes debilidades, cuando no eres perfecto, no es ser hipócrita, siempre y cuando no trates de parecer un santo. Así que, sé simple. Sé honesto. Sé humilde. Si lo haces así, tu celo por ganar a otros para Cristo te hará mejorar tu propia Fe y te hará crecer en santidad.

Como dice el famoso dicho: “Dios no llama a los capacitados; Él capacita a los llamados”. Independientemente de tu propia vocación, él te ha llamado a hacer apostolado y te ha capacitado con la gracia de la Fe en el bautismo. Busca ser santo. Estudia tu Fe. Forja relaciones auténticas enraizadas en el amor desinteresado. Pide la gracia de transmitir el evangelio de modo efectivo. Y pon tu confianza en el Padre Celestial para que él provea todo lo que ellos necesitan.